En tiempos de crisis como han sido el final de los ciclos griego y babilonio, o posteriormente la caída del Imperio Romano, algunos hombres intuitivos han tratado de salvar de esa cultura en su ocaso, lo mejor de ella, cuando el Sol la iluminaba en su mediodía.
Pero justamente una de las características de una cultura es su ligazón interna, su unificación mediante el lenguaje: cuando éste, sea hablado, escrito, conceptual, simbólico, etc., cambia de significado, el hombre nuevo tras la crisis sigue utilizando las mismas palabras, los mismos fonemas, los mismos símbolos, pero para él no significan lo mismo, y no entiende la cultura anterior.
Hace falta entonces que, quienes están a caballo de la crisis, intenten “traducir” las antiguas ideas o construcciones al lenguaje del nuevo ciclo, y he aquí el gran papel de los traductores, que para ello necesitan dominar bien los conceptos y el lenguaje.
Las grandes Escuelas de traducción, como lo fueran Nínive, Alejandría, Bagdad o Toledo, e incluso cuando al llegar la imprenta se reproducen las antiguas obras manuscritas, son clave para conocer, y comprender las culturas que las precedieron. Alejandría trasladó a la nueva escritura fonética, los antiguos textos cuneiformes sumerios y babilónicos, Bagdad los transcribió al árabe, y Toledo al latín y castellano.
Hoy nos encontramos, aunque algunos se resistan a verlo, en una crisis similar de Occidente, donde comienza el feudalismo, no sólo político sino cultural, y es necesario salvar aquellas obras que fueron culminación de un modo de cultura; no se trata sólo de la diversificación regional de lenguas, sino lo que es más grave, la pérdida del “soporte” material de la información antigua. Algunos saltan de alegría ante la posibilidad de que en corto tiempo todo se hallará “informatizado”; se olvidan de que las bibliotecas no tienen capacidad para censar todos los libros nuevos que les llegan, y menos poner al día sus fondos. Si algunas de ellas actualmente no conocen incluso sus existencias, pues no hay nadie que pueda leer todos sus libros, será difícil que en la transformación no se pierdan obras importantes, como ocurrió en el pasado.
Por eso, hay que admirar a aquellos que se atreven a convertir al lenguaje clásico de la imprenta una obra antigua y valiosa, como es la obra astrológica de Ben Ragel, que a su vez logró reunir textos llegados hasta su tiempo, en gran parte, procedentes de Alejandría y Babilonia, mediante las traducciones de Bagdad. Así pues, esta obra nos aporta datos y conocimientos incluso caldeos, algunos, acaso de hasta el 2.000 a.C. pues todavía se rastrean en el escrito en palabras técnicas de origen babilónico o sumerio.
Sin duda que no ha sido fácil aquí la labor del traductor pues los autores con nombres arabizados difieren mucho de los originales: Tufil, Noefil ó Al Rumi, es la versión arábiga de Teófilo de Edesa ó Teófilo el Griego; ello sin contar con que en los nombres árabes, éstos pueden citarse por el primero, segundo ó tercer apelativo, a su vez confundibles con otros homónimos. Asimismo en los términos geográficos, aunque la identificación de las regiones pueda llevarse a cabo con cierta aproximación, en ciudades resulta más difícil, pues la precisión de sólo un grado en las coordenadas de las mismas (capítulo 37, libro 8.º), deja un amplio margen para el error, y muchas de ellas han pasado a ser simples aldeas o han desaparecido.
En cuanto a la materia astrológica de que se trata, por su ubicación en el conjunto de la obra de B. Ragel, ocupa el culmen del texto: elecciones y regencias. Con esto se entra en la base conceptual de la astrología: ¿Es fatal la acción ambiental sobre el individuo?. ¿Puede éste “elegir” y modificar los hechos?. La cuestión viene de antiguo: ya se discute en Job en forma dramática, y los astrólogos la trataron casi desde un principio: Hermes, Zoroastro, Ptolomeo, Doroteo de Sidón, Vettius Valens, etc.
La vida es una “chispa”, un milagro, cualitativamente diferente de la energía inerte: la acción del ser vivo difiere de la Naturaleza en que el resultado no es proporcional a la acción. No puede haber por ello proporcionalidad entre la causa y el efecto, entre el acto y su premio ó castigo: ésta es la lección de las antiguas doctrinas que acaban desembocando en el cristianismo, resumen de la cosmología físico-espiritual del antiguo Oriente. Las cosas “están ahí”, lo han estado siempre, pero hay una “chispa humana” que es su inteligencia, su espíritu que, en versión moderna, diríamos actúa como catalizador en cuanto no proporcional.
El nativo que elige el momento de iniciar una acción navega en un velero: él, no empuja la embarcación, no tendría fuerza para ello, sólo modifica el ángulo de la vela y, si hay viento, la embarcación sigue el camino marcado: incluso superará la velocidad del viento que lo impulsa. La energía ha estado siempre ahí, como lo está el “viento de los astros”, pero el navegante, el elector, con su “chispa” inteligente, logra su transformación. La energía del viento siempre está ahí, como los átomos de uranio siempre estuvieron en las minas, el hombre los toma y “da forma”, y resulta la bomba atómica: el incendio no es proporcional a la chispa.
Naturalmente que, para navegar, es necesario el viento, también para lograr algo importante ha de haber un “viento” planetario, pero dentro de ello, el navegante “elector” puede aprovechar una leve brisa.
En las regencias, el texto recoge el fundamento de éstas: los antiguos las apoyan en dos elementos fundamentales: el “receptor” que es el ser viviente, el grupo humano o el individuo, que según su evolución puede sintonizar una u otra influencia exterior, y así gobierna sobre razas, individuos, pueblos o ciudades; y el otro elemento, el emisor, apoyado en el tipo de radiación o ambiente. Las regencias aquí, lo mismo que en los astros, tenían como base el cromatismo: se asimilaban los colores de los cometas o de las estrellas a los de los planetas conocidos, y de este modo se colegian sus influencias. Ello es observación muy antigua, y el episodio de las ovejas de Labán (Gén. 30, 37-43. 1600 a. C.) indica la creencia en el efecto cromático ambiental sobre la concepción.
Finalmente, queremos prevenir al lector contra cualquier tipo de mitificación del texto: tampoco hay que divinizar a los autores antiguos; los mismos pecados que nosotros cometemos en la observación de los hechos, los cometieron ellos puesto que no dejaban de ser hombres, y no dioses. En astrología, ciencia arcaica si las hay, se han sacralizado muchas reglas que los antiguos establecieron por observación, y que sin duda tienen un fondo de verdad, pero siempre hay que ver qué grado de aproximación tienen con la realidad, y por tanto su porcentaje de fallos. Y esto solamente se determina mediante una lógica rigurosa. y no confundiendo deseos con realidades, u opinión con verdad.
Su lectura nos enriquecerá a buen seguro porque, entre otras cosas nos pondrá en contacto con una Naturaleza que no podemos reconstruir hoy, abrumados como nos encontramos con el bombardeo de las noticias televisivas en un medio agobiantemente urbano.
Le deseo al lector que todo ello le sirva para mejorar sus conocimientos, y para perfeccionarse mental y espiritualmente.
DEMETRIO SANTOS 25/5/1999
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