LA CIENCIA

Agustín López Tobajas (Manifiesto contra el progreso)

Comprender la situación del hombre con relación al cosmos exige profundizar en el significado de ambos términos. Pero no es con microscopios como podremos entender lo que es el hombre, ni tampoco con telescopios como averiguaremos qué es el cosmos. Comprender es remitir cada fenómeno a su arquetipo celestial, percibir la dimensión universal que se transparenta en cada evento singular. Es éste un proceso que nada tiene que ver con el saber de la ciencia moderna, que es mera acumulación de información sobre el aspecto accidental de los fenómenos, reducible, por tanto, a datos estrictamente cuantificables. La ciencia moderna, que sólo toma en cuenta los datos percibidos por los sentidos o recogidos por medio de su instrumental tecnológico, ignora por ello mismo todo cuanto transciende el orden físico, lo que equivale a decir que ignora lo fundamental, pues lo secreto -como dice el Zohar- habita en el corazón de la apariencia, y lo conocido no es más que un aspecto aparente de lo desconocido. En efecto, el hecho fenoménico no es más que la superficie externa de un proceso que se desarrolla en profundidad, a través de una pluralidad de niveles supra físicos, y que escapa, por tanto, a los órganos sensoriales lo mismo que a los instrumentos técnicos Estructurado según una visión mecanicista de la realidad, el moderno conocimiento científico es un saber ignorante, que deja escapar cuanto de significativo y decisivo hay en el mundo de los fenómenos para la existencia humana; pretende la universalidad, pero, limitando de entrada su visión al campo de lo físicamente constatable o de lo expresable en su lenguaje matemático, rechaza cualquier otra posibilidad de conocimiento y, a partir de ahí, con la misma autoridad con que un ciego podría negar la realidad de los colores, decreta la inexistencia de todo lo que no alcanza a percibir y niega el sentido a todo aquello que es incapaz de comprender; en otras palabras, erige su miopía en método y su desconocimiento en sistema. Amputada la realidad para ajustarla a los límites de sus hipótesis, la ciencia, excluyendo todo lo que podría cuestionarla, no puede hacer otra cosa que verificarse continuamente a sí misma. Sus descripciones del mundo fenoménico, tan detalladas y prolijas como se quiera, en ningún caso penetran un ápice tras la corteza exterior de lo real.

Proporcionará así una interpretación más o menos detallada de la apariencia del fenómeno, pero siempre a expensas de la ignorancia total de cuanto excluye, es decir, de lo esencial. En consecuencia, jamás esclarece la razón última de ser de los procesos; sus pretendidas explicaciones no son, en el mejor de los casos, sino meras descripciones de los cambios que se suceden en la superficie: crónicas de sucesos, murallas de palabras o de signos en torno a un misterio que permanentemente se sustrae. Y en la medida en que tiende hacia la cantidad pura, la ciencia progresa en in-significancia y en in-sensatez, pues significado y sentido son prerrogativas de la cualidad, ajenas al ámbito de la cantidad.

En contra de lo que creen tantos estudiosos modernos, el hombre antiguo jamás persiguió en sus cosmologías la exactitud científica, sino lo que él sabía mucho más importante: la verdad espiritual que se expresaba a través de los mitos y los símbolos.

Si los esquemas cosmológicos de la antigüedad  colocaban a la Tierra -y por ende al hombre- en el centro del Universo, era en tanto que imágenes mórficas en el entramado simbólico de la realidad total, no como descripciones de una realidad física que sólo tenía un valor muy secundario para el  hombre tradicional. Inconsciente de la insignificancia esencial a que él mismo se ha reducido, desterrado a la periferia material del cosmos, el hombre moderno pretende ocupar presuntuosamente el centro mismo de toda realidad; es él y no el hombre medieval el que, con tanta ingenuidad como soberbia, se cree en el centro del mundo.

Si los científicos renacentistas tenían razón frente a los del Medioevo, era sólo en cuanto a la exactitud de los fenómenos, pero no en cuanto a la verdad de la esencia ni a la legitimidad del conocimiento. El propio Goethe, negándose a mirar por el telescopio, vio infinitamente más lejos que Galileo con su nuevo artefacto. A diferencia de la ciencia moderna, las ciencias tradicionales no buscaban la exactitud cuantitativa sino la Verdad cualitativa. Poniendo de relieve la multiplicidad de los planos del Ser y la vinculación de las realidades del mundo físico con sus arquetipos metacósmicos, las cosmologías antiguas, por ingenuas o inexactas que a la mentalidad moderna le puedan parecer en sus apreciaciones, estaban mucho más próximas a la verdad que la ciencia actual con todo su aparato tecnológico y su maníaca obsesión de exactitud.

Hay dos verdades fundamentales sobre el conocimiento de los fenómenos. Primera, el ser humano está hecho para lo Absoluto y todo conocimiento fragmentario desgajado de sus raíces metafísicas acaba resultando fatídico. Segunda, el ser humano no tiene derecho a conocer cuanto quiera o pueda en el dominio de la naturaleza. El conocimiento de lo relativo debe estar en función de su madurez mental y espiritual y de su recta voluntad para hacer de él un uso prudente y circunspecto. No se enseña a un niño el funcionamiento de un arma. El hombre moderno se cree adulto, pero, colectivamente hablando, es incapaz de cualquier autocontrol y, suprimida toda barrera como ignominiosa afrenta a lo que llama su «libertad», se encuentra a merced de sus apetencias e impulsos más primarios e inmediatos.

En suma, hay un conocimiento superior y unos saberes inferiores. Los saberes inferiores, las ciencias analíticas, son legítimas sólo cuando se desarrollan paralelamente al conocimiento de las verdades fundamentales y están vinculadas a éstas, pues sólo el conocimiento de lo absoluto puede preservar, garantizar y fundamentar el conocimiento de lo relativo.

Quizá la más infausta consecuencia de la ciencia moderna sea haber producido una incapacidad generalizada para percibir el misterio insondable  que late en todo lo real, adormeciendo en el hombre toda capacidad de captación de lo intangible, es decir, cualquier rastro de inteligencia específicamente humana. Los científicos, superponiendo al cosmos una estructura matemática, han destruido la visión orgánica de la naturaleza, reduciendo el mundo natural a un conjunto de leyes mecánicas. Al abolir toda conciencia de la relación entre ser humano, cosmos y Espíritu, la ciencia, saber literalmente superficial, ha planificado el mundo arrancándole toda dimensión de profundidad. El hombre tradicional vivía en un universo de valores simbólicos y, por tanto, potencialmente abierto por todas partes al Infinito. El hombre de mentalidad científica ha sustituido la verdad cualitativa por la exactitud cuantitativa, es decir, ha despreciado la sabiduría por el cálculo (y calcular es propio de mercenarios, decía san Juan Crisóstomo), ha trocado la multidimensionalidad del símbolo que abre a lo universal por la unidimensionalidad de la cifra que encierra en lo particular, ha sustituido el universo polivalente de las antiguas imágenes cosmológicas, que desbordaban su mente estrechamente aritmética, por un mundo de discursos, de cifras y de signos, al que atribuye (¡a saber por qué!) mayor grado de realidad, y ha recluido a la inteligencia en el marco de un estrecho dualismo entre la empiria de lo sensorialmente percibido y la abstracción desencarnada del razonamiento lógico, los dos polos entre los que se debate convulsa la esquizofrenia intelectual del Occidente contemporáneo. Se ha encerrado así en la reducida y lúgubre caverna en la que una razón analítica mutilada, en tanto que desgajada de sus raíces luminosas, confunde las esencias con las contingencias, los seres con sus sombras: la mentalidad científica -es decir, la mentalidad hoy en día común- vive rodeada de fantasmas, su mundo es un mundo de espectros.

Lo menos que puede decirse es que una cosmovisión articulada en ecuaciones matemáticas no es más legítima que otra surgida de la imaginación creadora y la experiencia visionaria, pero sin embargo el hombre de mentalidad científica se cree más sabio que el de siglos pasados simplemente porque es capaz de encadenar retahílas de fórmulas, olvidando que cualquier sabiduría antigua empezaba por colocar al ser humano ante el Misterio, enfrentándolo con el Absoluto y con la Nada, límites cuidadosamente esquivados por el cómodo relativismo contemporáneo. Renunciando de antemano a hablar de lo único que importa, la moderna ciencia occidental podría ocupar, a lo sumo, unas cuantas notas a pie de página en la historia del conocimiento humano.

Levantada sobre las ruinas de antiguas sabidurías, la ciencia asume actualmente el papel que antaño desempeñó el aspecto exotérico de las religiones en el campo de las creencias. El fervor científico ha sustituido al religioso en la mentalidad popular y los dogmas de la ciencia -para la que no hay más libertad de pensar que la que ella autoriza ocupan el lugar que en su día ocuparon los de la Iglesia; todo enunciado avalado por la etiqueta de «científico» es considerado como axiomáticamente verdadero, expresión apodíctica de una Verdad superior, actitud tanto más chocante cuanto que es de público dominio que no hay teoría científica que resista incólume el paso de unos pocos años. En un mundo que declara abolida toda discriminación, en el que cualquiera puede ser artista, juez o jefe de estado -y ahí están las consecuencias- y donde todos tienen derecho a opinar de todo, el profano nada puede decir de los asertos de la ciencia; sólo el linaje selecto de los científicos, mistagogos de la Nueva Iglesia Universal, disfruta el privilegio de la palabra, la prerrogativa de dictar los principios que regirán el universo durante la próxima década.

Responsables inmediatos de las armas químicas y nucleares, de las substancias de toda índole que envenenan la tierra, el aire y el agua, de cuantos ingenios siembran la muerte de cuerpos y de almas a lo largo y ancho del mundo, los científicos, auténticos virtuosos del cataclismo, se sitúan sin embargo en la mentalidad popular más allá del bien y del mal, como no lo estuvo nunca una casta sacerdotal o un grupo de poder. Parece como si todas las plagas y calamidades que nos azotan y las innumerables modalidades de destrucción que consciente e inconscientemente ha desarrollado la humanidad, y con las que se devasta el planeta y se extermina a los seres humanos, no tuvieran nada que ver con la ciencia.

Como tendencias especulativas al margen de toda forma de experiencia, las llamadas nuevas orientaciones de la ciencia, que abolirían supuestamente el materialismo mecanicista de los últimos siglos, son más bien irrelevantes. Hablar de energía en lugar de materia, de espacio curvo de múltiples dimensiones en lugar del espacio euclidiano, etc., es sustituir unas imágenes físicas -que podrían, en todo caso, conservar el valor de símbolos- por especulaciones tan complejas como estrictamente conceptuales y, a la postre, alejarse más, si cabe, de cualquier conocimiento en profundidad. Un mundo que no puede ser percibido ni imaginado, que sólo puede ser expresado en formulaciones matemáticas, no pasa de ser una fantasía inerte que el hombre no habita, monstruosa e inoperante proyección de la patología hipertrófica de su mente analítica. Algunos de esos «nuevos científicos», como niños deseosos de meter en su cubo toda el agua del océano, andan ahora a la búsqueda de un hueco en su entramado en el que poder meter a Dios y ofrecer así se imaginan la idea de una ciencia espiritualizada. Mejor harían en buscar más humildemente en Dios las posibilidades de ubicación de cualquier conocimiento, incluido el conocimiento inferior de la ciencia. En cualquier caso, sus nuevas orientaciones teóricas no impiden a la ciencia seguir promoviendo las mutaciones genéticas, las clonaciones humanas o el perfeccionamiento incesante de la industria de la guerra. Los problemas básicos de la ciencia son los límites legítimos y oportunos del conocimiento, el equilibrio entre el saber y el ser, la jerarquía entre el Conocimiento y los saberes; y ninguna «nueva ciencia» parece interesada en considerar tales problemas. Si el pensamiento científico aspira todavía a conocer algo real, debería empezar por volver su mirada sobre sí y plantearse las razones de que su cultivo y aplicación hayan colocado al mundo al borde mismo de su total destrucción.

Quieran aceptarlo o no los científicos, el Misterio nos envuelve y es nuestro destino, nos aguarda ineluctablemente tras cada interrogante radical de la existencia y nos impulsa hacia la transcendencia, allí donde la ciencia no podrá acceder jamás.

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